Tuesday, December 13, 2016

Erizos que erizan

Ha sido Valparaíso puerto de contundentes sabores populares y delicadas importaciones del gustar. Desde la merluza frita del Pasaje Quillota en El Almendral hasta la incomparable tortilla de erizos en los restaurantes de la costa; desde el mariscal madrugador del mercado de El Puerto hasta los delicados sandwiches de Bogarín en la Plaza de la Victoria; desde las pichangas en palanganas de fierro enlozado de las cocinerías populares hasta las finísimas empanadas de masa de hoja del Club Naval, de vieja tradición, no hay cómo decidirse a qué probar primero.

¿Por dónde empezar a rememorar sabores compartidos en innumerables encuentros en los diversos lugares del comer porteño?

Tal vez valga empezar con una anécdota un tanto vergonzosa para quien se ha creído--o se creía hasta esa ocasión--un conocedor y gozador de los más variados y curiosos manjares.

Fue que, ya mayor y en unas de mis visitas a Chile, recordé la mañana radiante de muchos años antes, cuando con papá bajamos a La Boca--donde en Con Con el río Aconcagua desemboca en el mar y en la ribera sur se extiende la calle con algunos locales de comercio y comida--quien nos llevó a probar los erizos recién traídos de los roqueríos del mar en esos botes amarillos de perfil casi oriental en que por esos años salían de pesca los conconinos. La memoria de la sorprendente delicia de paladear mi primer erizo, el ofrecido por mi padre, me llevó a uno de los restaurantes de la Caleta El Membrillo de Valparaíso, decidido a cumplir, esta vez como es debido, el ritual gastronómico del erizo de mar.


Consiste éste en no sólo ir comiendo poco a poco con pan tostado con mantequilla y, si se quiere un toque mínimo de pebre, las coralinas lenguas del marisco, sino en echarse también a la boca y aplaster entre lengua y paladar la que algunos llaman apancora que en el plato se mueve viva, breve cangrejo negro con más de araña de voluminoso abdómen que de jaiva y que, una vez puesta en la lengua, dicen que huye con sus ocho patas repugnantes hacia lo oscuro del gaznate.


Ordené con autoridad de conocedor el plato de erizos recién traídos de la caleta, pero cuando tuve frente a mí el plato bellamente adornado de las lenguas del erizo y entre éstas vivo y semoviente el animalejo apreciado por los verdaderos gustadores de las esencias del mar, perdí todo entusiasmo gastronómico y procedí a comerme, humillado en mis pretenciones de gourmet, sólo las deliciosas lenguas, haciendo a un lado, disimuladamente, al cangrejo horrible.

El vino blanco frío y ambarino a la luz del sol del Pacífico me consoló de mi derrota.

Nunca podré saber de la delicia que dicen es tal escarabajo. Nunca podré decir que soy un auténtico gastrónomo.

La receta, sin apancora, sugiere servir las lenguas en un plato hondo o pocillo y adobarlas con un poco de aceite y limón y un toque de pebre o, simplemente, cebolla y perejil picados fino. Se acompañan con tostadas y mantequilla.

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