Wednesday, June 19, 2019

"Tiempos del ripio: Sandías y domingos", Cecilia Valenzuela Fuenzalida

La memoria que Alfredo Ávalos hace de la sandía en Viernes Santo ("Fruto del Gólgota", entrada anterior) me recordó los domingos de mi infancia cuando, después de ir a misa volvíamos a casa; nosotros --el choclón de hijos e hijas, todos niños de distintas edades, impacientes, con ganas de ya llegar a casa, apelotonados y acalorados, sin ningún tipo de cinturón de seguridad, en la parte de atrás del furgón del papá, llena de polvo. El camino era de tierra, tenía ondas (que llamaban calamina) y el polvo, con el movimiento se metía por todos lados y se mezclaba con nuestra transpiración. 


Veníamos de la iglesia de El Bellotoque el papi había escogido, aunque más distante, porque el cura Larraín de Villa Alemana, que era nuestra parroquia, era loco, un sacerdote desquiciado que obligaba a sentarse separados a los hombres de las mujeres y condenaba a todos con grandes gritos mientras nosotros, los más chicos nos reíamos sin poder parar. Recuerdo haberme divertido, a pesar de la gran angustia del papi que sabía lo serio de lo que estaba pasando desde un punto de vista eclesiástico.

El Belloto en ese tiempo era casi puro campo y la iglesia se encontraba en la punta de un cerrito. No recuerdo nada entretenido de esa misa, excepto que al volver, parábamos en una ramada del camino a comprar sandías y melones para el almuerzo y la hora del té. 

Los melones eran enormes y medio amarillos, pero las sandías era lo que más nos gustaba. La ramada al lado del camino tenía cientos de sandías en la tierra y se veían grandes como cebras verdes preñadas. 

Nos bajábamos corriendo, felices de dejar el calor del furgón atrás y participábamos en tocar una y otra sandía para ver cómo sonaban. Si sonaban como tambor podía ser que estuvieran ideales para comérselas. Esas eran las escogidas para “calarlas” --y ver si estaban lo más rojas y jugosas posible. 


El frutero agarraba su cuchillo largo y filudo y lo enterraba en la carne de la sandía cuatro veces produciendo un cubo de pura ricura que pinchaba y sacaba para mostrarnos el interior de esa riqueza.  Si se veía bien roja y jugosa, la mami decía que sí, y la comprábamos. Si no, ahí quedaba herida la pobre sandía, pérdida triste para el pobre vendedor, porque nadie querría comprar una sandía que ya había sido calada y rechazada.  Me quedaba el consuelo de que tal vez se las llevaba a su casa para su propia familia.  



Después de esta compra, volvíamos a la quinta donde estaba nuestro edén, con suelo de ripio, donde andábamos a "pata pelada", y árboles frutales rodeados de abejas sorbiendo el néctar de los damascos que habían caído al suelo. 


En el camino nos íbamos comiendo los trozos de prueba. Y así iban quedando unas cuantas sandías con esos hoyos del calado. 

Llegábamos a casa a meternos en la piscina y después a comer sandías y melones, sin poder parar, por montones.

El almuerzo se servía en una mesa larguísima donde los más importantes, o sea los de más edad, se sentaban más cerca de la cabecera y cerca del papi y la mami, y los más chicos, como yo, allá al final. En Villa Alemana no había "mesa del pellejo", que es otra historia para contar en otra ocasión. 
Todos cabíamos en la ramada en la misma mesa mandada a hacer especialmente por el papi con tres larguísimas tablas de madera de roble. Recuerdo que en mi familión se necesitaban varias sandías, porque no sólo nos daban un pedacito, sino que cada uno recibía un enorme pedazo que era devorado en cosa de pocos minutos.  

Si teníamos suerte, el almuerzo incluía choclos en su coronta, que eran "delicateses" del verano, en esos años en que había definidos límites para lo que se cosechaba en cada estación. Y la sandía era una de ellas: ¡esperada y añorada! 

En cuanto a las competencias de quién escupía más lejos las pepas de la sandía, creo que el ganador era siempre Gonzalo. 































































































































































































Santiago