Friday, April 19, 2019

Fruta del Gólgota, recuerdo de Alfredo Ávalos

Hasta entrada la tarde no me di cuenta de que era viernes Santo. Y es que desde hace muchos años soy un fugitivo de la fe católica.  Sin embargo, como todo fugitivo la captura la llevo como una nube gris sobre la cabeza, y de un modo u otro, cuando menos los espero salta sobre mí un símbolo de la Apostólica y Romana para recordarme de qué rebaño soy, la marca que me estampó el bautizo. Hace unos días fue una catedral en llamas, hoy la fruta de la crucifixión.
Entre mi lista de cosas por hacer estaba una visita al supermercado, y como es de todos sabido en el supermercado se comienza la compra por la sección de frutas y verduras. Así que elegí la puerta que me ponía más cerca del verde de las hojas que buscaba. Pero lo primero que vi al entrar fueron las medias lunas rojas de sandías cortadas en cuartos. Entonces recordé que era el día de la crucifixión.



Hará 35 años que no participo de una representación del viacrucis, quizá más. Pero siendo niño, era mi obligación acompañar a nuestro señor en el martirio, me había enseñado la abuela. Así que, a pesar de ser un día libre de escuela, estaba obligado a levantarme temprano, lavarme la cara y partir rumbo a la iglesia. En el atrio, se arremolinaban cientos de personas que, como yo, acompañarían en su martirio al vecino que por unas horas sería el verbo encarnado. Uno se perdía en un mar de gente siempre buscando la mejor posición para verlo todo, no perder un detalle del espectáculo de sangre con el que celebrábamos y reafirmábamos que, en efecto, él había muerto por nuestros pecados.
Todo comenzaba con el juicio en el que Poncio Pilato se lavaba las manos. Después el abuso, los azotes los encuentros dramáticos con la santa madre, la María Magdalena, el buen samaritano y por supuesto las caídas, las tres caídas antes de llegar al sitio de la crucifixión en la cima del cerro.  Lo llamábamos, aun lo llaman, el Cerro de la Cruz, y durante 364 días era un paraje abandonado, pero en un día como hoy era el Gólgota, el Monte Calvario.
Durante un tiempo que me parecía interminable caminaba entre la gente viendo al dios hecho hombre, vencido por el peso de la cruz, y aunque mucho me habían explicado que era un tiempo de reflexión, en el que uno comprueba el dolor del sacrificio, una idea rondaba mi cabeza, solo una. En el bolsillo llevaba un peso; constantemente lo palpaba para asegurarme de no haberlo perdido, y esa moneda que me había dado la abuela era la recompensa por ser un buen católico.
Apenas expiraba Jesús en la cruz, colgando la cabeza luego de un dramático “Perdónalos padre que no saben lo que hacen”, yo daba la vuelta y corría cuesta abajo hacia los vendedores de comida, de aguas frescas y otras delicias que si bien estaban fuera de mi alcance, no importaba porque sabía exactamente lo que quería, y una rebanada de sandía costaba el peso que llevaba en el bolsillo, pero para mí debía equivaler a la misma salvación de mi alma al dejar abandonado al redentor del mundo para llevármela a la boca.



No recuerdo un sabor más exquisito que el de la sandía llenándome la boca, el jugo escurriendo entre las manos y empapándome la camisa, bañándome como la sangre al Cristo al que ya bajaban de la cruz para sepultarlo.
A veces volvía a subir el cerro y entonces veía cómo se hidrataban luego del esfuerzo de la caminata, Jesús, la María Magdalena y los fariseos bebiendo agua de limón, platicando y riendo como los buenos vecinos que eran, sin división de bandos.
Parado frente a las sandías, regresé del viaje en el tiempo al que me había ido en mitad del supermercado. Tomé un cuarto de sandía del estante y la puse en mi canasta. Al llegar a casa corté un pedazo y lo mordí.  Ya no me escurre el jugo por las manos, ya no sabe a la fruta del Gólgota. 
A esta hora, pienso, en el mundo entero, miles de hombres han representado el papel del mesías crucificado, incluido uno en el Cerro de la Cruz en el pueblo distante en donde nací. Y hasta puedo ver a vendedores recogiendo sus cosas y a un chico de nueve años buscando una rebanada que tenga ese sabor a gloria, pues como dijo Mark Twain, “Cuando uno ha probado sandia, uno sabe qué comen los ángeles”

Sunday, April 14, 2019

Nísperos y níspolas

Insistía mi padre, que era muy dado a las exactitudes del idioma, que los frutos de los nísperos que comíamos a dos carrillos, medio encaramados en los varios árboles que había en casa, se llaman níspolas y que el nombre níspero, con el que nos referiamos a las delicias del huerto, designa solamente al árbol que los produce.

Y como siempre, las autoridades lingüísticas la daban la razón, el diccionario deja muy en claro que el término níspero designa a un "Árbol de las rosáceas, cuyo fruto es la níspola".

Aun así, dígalo mi padre o el diccionario, dudo que nadie en castellano acuda hoy a la palabra níspola para referirse a lo que todo el mundo llama níspero.


Me han devuelto a las memoria esta cuestión lingüística de recuerdo paterno los varios comentarios suscitados por una foto que subí a la red de puro contento de ver en los jardines de la ciudad la abundancia de nísperos cargados de fruto, visión que revive los días de la niñez cuando en la casa quinta de la abuela nos hartábamos de nísperos recogidos de los varios árboles que flanqueban el gallinero en ordenada línea demarcatoria de territorios. De un lado el gallinero; del otro el huerto con sus diferentes árboles frutales y su cercado de matas de membrillo, que separaba nuestro mundo de frutas y miel del otro, el de afuera y sus arenales y bosques de pinos y eucaliptus.

Eran los nísperos una fruta hermosa --como de oro viejo--, deliciosa y entretenida de comer, porque sus varias semillas desproporcionadas --bruñidos cuescos dignos de un collar o de un rosario portentoos-- servían, al lanzarlas con fuerza desde la boca, de estupendas y certeras municiones en las jugarretas del combate de árbol a árbol y de escondite a escondite entre las matas de hortensias en flor o tras las delicadas formas de los duraznos japoneses y los kakis.

No me sorprende oír de otros que también recuerdan la fruta de sus días de infancia. Los puedo ver comiéndolas golosamente y disparando sus cuescos en todas diracciones. Lo que me sorprende es comprobar que en esta ciudad prolífica en los decorativos árboles cargados de sus balas de oro nadie parece añadir al placer estético de la mirada el tal vez menos sutil placer del paladar. No puedo evitar la tentación de tomar de un árbol y otro uno que otro níspero maduro y al alcance de la mano.