Wednesday, December 18, 2019

La más simple y deliciossa dieta de convaleciente

Recuerdo cuando, de niño, el goce, ni siquiera excesivo, de unas empanadas fritas de queso o unas papas rellenas dignas de las deidades andinas resultaba en malestares tales que llevaban a la cama del tormento por un par de horibles días, llegaba el momento de la convalecencia --el total imprescindible olvido del paroxismo casi fatal-- y con ella las renovadas ganas de comer que, de sólo verlo, se engolosinaban con el más simple y delicioso alimento de la recuperación: una hermosa y humeante papa cocida.

Objeto de marfil, como el marfil oriental del salón de las visitas con sus biombos, piano y raros grabados de anteayer en las paredes tapizadas de brocado, también amarfilado y luminoso como un despertar después del sueño arormentado de la enfermedad.




Perfectamente voluminosa, la papa era el centro luminoso del plato en el centro de la mesita de cama en la que, en otro plato menor, esperba un limón cortado en cuatro, y en su alcuza de comedido y curvado pico, remedaba el aceite de oliva, transparente, el denso dorado de la papa humeante.

El olfato hipersensible del recién recuperado del sacrificio, captaba los mínimos aromas de esos tres productos de la tierra ancestral--papa, limón y aceite-- y prologaba en su insinuante presencia el deleite del bocado.

Era éste una cucharada de la papa que, majada con el tenedor y empapada de aceite y jugo de limón, se había transformado de trozo de ámbar en delicuescente pasta vivificadora.

No hay sabor que reproduzca el sabor de ese primer bocado recuperador, panacea contra el tormento que comer lo equivocado 
--lo de más complicados sabores-- produce en algunos organismos imperfectos.

Comer, después de todo, es un acto de vida o muerte. Recobrarse con la delicia de una papa cocida levemente condimentada de aceite y limón equivale a una resurrección que el alma, y más aun el paladar, no olvida.




El preparado es de lo más simple: cocer una para, que puede haberse pelado previamente y, estando todavía caliente, molerla apenas con el tenedor y rociarla con unas gotas de limón y un chorrito mínimo de aciete de oliva. Olvidarse por el momento de la sal y la pimienta, que puede añadírsele, además de un poco de perejil picado, cuando se la come no estando convaleciente sino por el puro placer de recordar el alimento infantil restituyente.

Friday, December 13, 2019

“Rellenos para fiestas y golosinas sin número: recuentos de otoño". Eliana Rivero

No son solo los chicos los que anticipan la acumulación de dulces, chocolates y confituras el último día de octubre. Ecos de dulzura se acumulan por igual en la mirada de adolescentes y adultos en los días intermediarios entre verano e invierno.

Si bien aún no arriba la costumbre de degustar bebidas calientes al amor de la lumbre, y si todavía la preocupación social no alcanza a determinar el destino de un pobre pavo, víctima propiciatoria de banquetes familiares, es la noche anterior a Todos los Santos el preludio a toda una estación de excesos azucarados y primacía del sabor a calabaza, como anuncian sempiternamente los cafés al proclamarse dueños de lattes especiados con canela, clavo y cardamomo.
Y apenas arriban en el desierto los fríos amaneceres de noviembre, se torna denso el ambiente con una extravagancia de tentaciones culinarias, que podrían afectar las papilas gustativas de más de un cuerpo acostumbrado a la moderación dietética en aras de la salud.

Los rellenos del ave sacrificada se multiplican, desde las migas del pan de maíz hasta las ostras elegantes y las salchichas ordinarias: todo sea a favor del paladar que anticipa regodearse con regalos gastronómicos.

Comienzan a desfilar las recetas innovadoras y los ingredientes tradicionales, desde la mermelada de arándanos con cascaritas de naranja al pudín de calabaza con salsa de mantequilla y whiski borbón.

Ni qué decir de las expectativas contenidas en un pastel de manzanas con nueces garapiñadas, en un trago de licor mezclado con crema de coco y canela, en una salsa oscura que cubrirá las acostumbradas papas majadas en un puré de fantasía.

Y después, queda el remordimiento de haber ingerido demasiadas calorías, carbohidratos en desorden, bebidas realmente embriagadoras, y hasta café con cremas inusitadas de sabor a avellana

Las fotos testimoniales de los banquetes con familiares y amigos se multiplican en las redes sociales, todas dejando constancia del desenfreno: ¿qué habría exclamado Lúculo al ver nuestros excesos? Tal vez aquel general romano, reconocido como gourmet clásico en sus opulencias gustativas, aplaudiría como en el gran circo al contemplar los refinamientos de nuestra época.

Lucio Licinio Lúculo celebraba opíparas cenas casi a diario en alguno de los doce comedores de que disponía en su mansión. Y ahora nosotros le imitaremos con el disfrute sensorial de los manjares de nuestras fiestas navideñas, con la esperanza de no pasar a la historia como glotones, sino como ciudadanos conocedores de los verdaderos goces vitales: los placeres de la buena mesa, si bien exacerbados por la estación del año en que el fuego de la chimenea nos convoca a la reunión y a las celebraciones…y ¿por qué no? a la extravagancia de azúcares y aceites.



¡Felices Fiestas!

Receta para una de tantas bebidas deliciosas para la estación, el

COQUITO PUERTORRIQUEÑO,

Ingredientes: 2 tazas de leche de coco, 1 (8.5 oz) lata de crema de coco, 1 (12 oz) lata de leche evaporada, 1 (14 oz) lata de leche condensada, 1 cucharada de vainilla, 2 ramitas de canela, Ron blanco al gusto (o 2 tazas). Mezclar los ingredientes líquidos en la licuadora. Añadir las ramitas de canela y dividir en botellas o en jarras de cristal con tapa. Ponerlo a enfriar en la nevera por más de 2 horas.  Se sirve bien frío. Se lo puede espolvorear con un poco de canela o chocolate rallado.