Tuesday, October 17, 2017

Empanadas de queso

Sin negarles a las empanadas de horno su primacía en la cocina tradicional chilena hay que reconocer que en el recuerdo de la mesa familiar tienen mayor valor las empanadas fritas, las de carne, las de mariscos y sobre todo las de queso.

Festivo era siempre en casa el almuerzo que las incluía como primer plato.

Para que ninguna se enfriara antes de comerlas, iban llegando a la mesa en azafate en tandas de una por cabeza a medida que las iban friendo en la cocina . Porque la delicia estaba en morder, cuidadosamente para no quemarse, una punta de la medialuna de masa crujiente y dejar salir la bocanada de aire ardiente antes de darle el segundo mordisco y hacer que el queso derretido formara un largo cordón elástico al retirar la empanada de la boca lo más lejos posible.

Ese hilo de queso, que no había de romperse, le añadía al acto de comer un carácter lúdico, de competencia: triunfaba el que se iba comiendo de a poco el queso más extendido sin que se cortara.

De dos o tres mordiscos la empanada estaba devorada. El queso derretido, combinado con la masa frita llenaban la boca de sabor y textura deliciosos.

Dos, tres, cuatro empanadas no bastaban para satisfacer el goloso deseo y prolongar el encanto del truco mágico del queso extendido hasta donde alcanzaba el brazo. El aroma persistía en el comedor incluso cuando el azafate vacío ya no volvía de la cocina con más empanadas recién fritas.

El plato siguiente, fuera lo que fuera, resultaba--no hace falta decirlo--insípido y desdeñable.



La receta para estas empanadas,que se fríen en aceite bien caliente, consiste básicamente en la masa y el queso (el que se prefiera) con que se arman las empanadas teniendo cuidado de que al cerrarlas no les quede aire adentro.

Los ingredientes para la masa son:

                                    4 tazas de harina
                                    4 cucharadas (soperas) de manteca derretida
                                    1 cucharadita de polvos de hornear
                                    1 taza de salmuera caliente

En un bol se mezcla la harina con el polvo de hornear y se les echa la manteca caliente a punto de hervir y la salmuera, también caliente. Se amasa bien y antes de que se enfríe la masa se la estira con el uslero (rodillo de amasar) y se corta en los círculos con que se forman las empanadas rellenas de un trozo de queso.

Wednesday, September 6, 2017

Bitter batido

Con tanto ruido como el que hay aquí nadie se ha dado cuenta del que habla a solas. Tal vez porque estamos todos hablándonos a solas; a gritos, pero a solas.
Vamos llegando en grupos, los que se forman al salir unos de las oficinas del ministerio, otros del banco del estado, de los tribunales, otros. Llegamos ya enfrascados en la aparatosa discusión de nimiedades del oficio y se llena de nuestras voces el local. Un local lleno de afanes, dijo alguno. El sitio de la palabrería ingenua. Y entre nosotros, inadvertido, habrá de llegar también el que se sienta a veces en el bar a veces en una de las mesas del rincón, las cercanas a los baños, y se pone a perorar como si conversara con las tres sillas vacías, si en la mesa; con el vacío a su lado, si en el bar. O habrá llegado antes que nosotros y nos habrá esperado en silencio para no hacerse notar.
--Que va—me dice el dueño del bar, el tipo éste que se las dio de actor de cine y hoy anda de mesa en mesa y detrás del mesón buscando la atención que no ha conseguido nunca. --Si prácticamente vive aquí. Aquí se las pasa todas las tardes, habla que te habla, como si tuviera uno de esos aparatos encajado en la oreja. Viejo loco.
--¿Y quién es?—le pregunto.
--Quien sabe—y no le importa. --Venía con el local cuando lo compré--. Se ríe.
Desde donde estamos conversando, acodados en el mesón, lo veo en su rincón—no lo oigo—hablándole a nadie o a todo el mundo. Nadie parece verlo, todo el mundo lo ignora. O así parece. Frente suyo, en la mesa, una copa de algo, medio vacía.
--¿Qué bebe?
--Lo de siempre: un bitter batido que nunca se le acaba.


Le pido uno. Recordé que mi padre, ya muy viejo, me pidió un día, poco antes de morir, que viniera a este bar y me tomara uno en su nombre. “Es donde mejor los preparan”, me dijo, como justificando su pedido. Y sí, me lo habían servido en una copa igual a la que ahora, como la de la mesa del que habla a solas, me pone al frente el gárrulo y atento dueño de este bar de larga historia.
Hermoso objeto la copa a la luz compleja de un local que se define por sus gratas penumbras artificiales. Deleitable preparado el que sostiene sobre su pedestal casi invisible de cáliz votivo. Esa vez me llevé la bebida a la boca con la exagerada solemnidad de una emoción que no me conocía. Sorbí apenas la delicia, como si sorbiera una dulzura que recién afloraba desde la memoria de años olvidados a la fuerza. El aroma del alcohol fue el de la mejilla de mi padre cuando la besé por ultima vez un día en que sentí que ya no era un niño. Bebí como él había bebido.
--¿Está bien?—me había preguntado el barman.
--Se ve bien--. La copa con su oscuro tónico era exactamente igual a la de entonces, pero ya no me tembló la mano al llevármela a la boca.

Cómo preparar un bitter batido:
150 cc. de bitter
50 cc. de crema de cacao
2 cucharadas de azúcar flor
Cubos de hielo (picados)
- Preparación:
En una coctelera, mezclar y batir bien todos los ingredientes. Servir en copas de cuerpo largo y aflautado.
  

Saturday, April 8, 2017

Pizza verde




PIZZA VERDE EN ALMATY EN LOS AÑOS NOVENTA


Disfrutando de una muy buena pizza vegetariana hecha en casa con una buena salsa de tomates, un excelente queso y múltiples verduras frescas recordamos una anécdota de hace un buen tiempo atrás, en Almaty, Kazakstán, poco después de la Unión Soviética, por allí a mediados de los años noventa, que se ha quedado grabada en la memoria. 

Almaty es una ciudad muy bella y antigua, fundada por los siglos IX-X de la Era Común. Era la capital en los tiempos de nuestra anécdota, pero en 1997 la capital política y administrativa se trasladó a Astana y Almaty continúa como la capital financiera. El diseño de la ciudad, se me explicaba entonces, era esencialmente un modelo soviético. Grandes avenidas que servían también de comunicación y desplazamiento militar. Muchos árboles que hacen de la ciudad un placer de ver y de caminar. Grandes plazas, con  fuentes de agua y muchas estatuas, algunas verdaderamente impresionantes. Enormes bloques de apartamentos habitacionales, muchos con locales de ventas y servicios en la planta baja.

Tiene un clima con inviernos y veranos muy marcados de nieve y sol, pero agradable y moderado. La parte final de las cordillera Tien Shan, llamada Trans-Lii Alatau, le da a Almaty un especial esplendor visual, tanto en invierno como en verano. En primavera, es usual ir a las faldas de las montañas a hacer picnics, beber de las aguas cristalinas de los deshielos y escapar un poco de la ciudad.



La economía urbana en ese entonces crecía informalmente a base de kioscos donde se vendía de todo lo básico: pan, cigarrillos, jabón, vodka. Estaban uno al lado del otro y algunos de los comerciantes vivían en ellos. Poco a  poco nuevos locales se abrían ofreciendo delicadezas a medida que el intercambio comercial y las comunicaciones se incrementaban.  Los días estaban contados para los kioscos informales.


Era verano, gran sol y con mucho calor. Venía de caminar por las grandes avenidas y de disfrutar del Parque Panfilov con sus flores ordenadas. Gentes descansando y niños jugando. Algunos veteranos de la Segunda Guerra Mundial con sus uniformes y medallas con acordeones tocaban nostálgica música  soviética de la época de la guerra. Vendedores de helados y dulces. Había visitado una vez más la Catedral Ortodoxa Zenkov que está en el Parque, y que es del siglo XIX y una de las estructuras de madera más altas del mundo y recientemente renovada en esos años. Una maravilla.



 Dejando atrás el Parque me topo en mi caminar con una pequeña pizzería. Gran novedad en esa parte de la ciudad. Pregunto si tenían cerveza y por supuesto la anunciada pizza, y se me contestó que "Sí", con delirio. Llegó la cerveza, bien fría. Tuborg, importada de Alemania, gracias a la panza de los aviones de Lufthansa que por entonces, a mediados de los 90, venían llenos de novedades de todo tipo, la mayoría alemanas. 

Luego de un largo rato y otra cerveza vino la pizza. Una pizza colorida, con mucho verde pues estaba cubierta de eneldo. Dadas las circunstancias, decidí hacer de tripas corazón y atacar la pizza. El pan de la pizza era grueso y no del todo cocinado y con mucha sal, daba la impresión. La salsa de tomate bastante ácida provenía de un pomo de incógnito origen, al parecer local. El queso, también de dudosa procedencia, derretido y de color medio blanquecino.  Encima algunas cebollas y cantidades industriales de eneldo. No me llamó la atención, ya que el consumo de tal hierba en esa parte del mundo es alucinante. Lo ponen en todo y en cantidades. Al parecer se le atribuyen propiedades reproductivas.

Al entrar en la segunda tajada de la pizza verde me siento mal, con una sensación de rechazo total a la pizza y al eneldo. Siento como una reacción alérgica en la cara y las manos. Picazón. Enrojecimiento. Creo morir. La única solución es más cerveza. Al final, los síntomas van decreciendo y no pasó nada mayor,  pero el shock psico-somático persiste en mí hasta hoy, así como la historia de la pizza verde que viene a la memoria cada vez que como pizza.

Hoy Almaty es una gran ciudad, muy moderna, con estupenda cocina, y muy buenas pizzerías, pero la pasión por el eneldo continúa y no hay sopa, pizza o ensalada sin él. 

Pero mi vieja historia me enseñó que desde entonces, eneldo jamás. Como regreso a menudo por esos lugares amantes de ese condimento, me he aprendido el nombre del mismo en varios idiomas para asegurarme de que mi plato esté libre de contaminación enéldica.

© Hernan L. Fuenzalida-Puelma, 2017

Sunday, April 2, 2017

Estofado de San Francisco

Mi abuela no era buena cocinera--comenta Rebecca Bowman--ni cocinera cuidadosa, pero al imaginarla viene a la mente un recuerdo desagradable. Tiene que ver con un platillo que ella llamaba St. Francis Stew y que consistía en combinar todos los restos de verduras--pimiento morrón, calabaza, papa, tomate, cebolla--que se encontraban en su refrigerador y que o iban camino a la podredumbre o ya habían alcanzado ese destino. Ella limpiaba, cortaba, picaba todo en cubos, lo echaba en una olla, lo dejaba cocer largamente, y listo, tenia St. Francis Stew



A veces venia del súper con una bolsa llena de vegetales que había rescatado justo antes de que los fueran a echar a la basura y con eso hacía su mescolanza. Otras veces, Bill, un señor a quien ella permitía ocupar una habitación en la parte de atrás de la casa, le regalaba verduras de ese tipo, y entonces el plato fuerte del día estaba decidido. 

Claro que el estofado, por ser hecho de vegetales en mal estado, por llevar una porción extra de pimiento morrón y cebolla, y por ser hecho por una señora a quien le tenían sin cuidado los pormenores de la cocina básica, sabía espantoso. Pero en aquel entonces todos teníamos la obligación de comer todo cuanto se nos ponía enfrente sin quejarnos, de limpiar platos sin chistar, y así lo hicimos.

Ahora bien, estábamos en época de los sesenta, un tiempo de relativa abundancia, y a mi papá no le gustaba que fuera tan económica su madre. Repelaba y repelaba que ella rescatara lo podrido e intentara cocinarlo, pero mi abuela había criado tres niños en la Gran Depresión. Vivió por años, incluso, en una choza en el desierto del Mojave mientras su esposo trabajaba una mina que no dio plata hasta después de que él vendiera su porción al socio a insistencia de ella por lo mucho que estaban sufriendo sus hijos. 

No, ella era incapaz de tirar una zanahoria marchitada o una espinaca lamosa. Todo servía, y el hervir por varias horas una materia la hacía pura y comestible. Así que a veces aún después de ir a misa antes de visitar a mi abuela nuestros domingos llevaban la penitencia adicional del dichoso St. Francis Stew.


Saturday, March 25, 2017

Cuncunas en su salsa

Una de las delicias de tener una hermana nueve años menor y tan golosa como uno mismo es el hacerle bromas pesadas para perturbarle su infantil placer gastronómico.

Una de las bromas que no puedo olvidar porque se relaciona con un plato casero que a los dos nos ha gustado desde niños, llevó a darle un nombre familiar a tan preciado simple manjar.

--Cuncunas en su salsa, qué rico--exclamé un día cuando nos sirvieron el plato preferido. (Importa anotar que por "cuncuna" se ha de entender "oruga").


Mi hermana, que entonces tendría unos siete años, detuvo el gesto entusiasta con que se llevaba a la boca, ensartada en el tenedor, una suculenta cuncuna empapada en su salsa verde y no pudo evitar una arcada de disgusto que si no pasó a mayores fue sólo porque mi carcajada ante su reacción y el aroma delicioso de la cuncuna en salsa, así como su natural curiosidad gastronómica, la hicieron desdeñar toda repugnancia.

Curiosa y con cierto prurito observó el bocado por un segundo largo, lo olió con nariz cautelosa y, dándolo por bueno, de un mordisco dio cuenta del mismo.

--Deliciosa--declaró, relamiéndose la salsa que le quedó en los labios--me encantan las cuncunas. Y procedió a devorarse con regusto el plato de macarrones en salsa de espinacas que yo le había querido hacer creer que eran cuncunas en su salsa, ésas que no hacía mucho habíamos visto en el jardín y una de las cuales, por hacerla sentir asco, yo había despachurrado con una piedra; la pasta verde en que se revolcó la víctima y su forma y color de macarrón me inspiraron la broma de la cena.

--¿Qué quieres comer para tu cumpleaños?--nos preguntaban siempre el día antes de la celebración.

--Cuncuna en su salsa--respondió mi hermana, año a año desde entonces. . . y a lo mejor lo hace todavía.


La receta es muy sencilla, sencillo el plato, de sabor sin complicaciones. A unos macarrones cocidos "al dente"--por su puesto--, se los revuelca inmediatamente antes de servirlos, en una salsa bechamel a la que se le ha añadido en los últimos momentos un buen puñado de espinacas y el jugo que resulta de molerlas en la batidora.

Sunday, March 19, 2017

Un libro nostálgico

"We also could never have imagined the delight that families experienced when they shared a recipe and memories with us or prepared their favorite dish right before our eyes", escriben Himilce Novas y Rosemary Silva en la introducción a su libro Latin American Cooking Across the U. S. A (Alfred  A. Knopf, Nueva York, 1997)


Hacen con tal comentario sorprendido una tácita referencia a la nostalgia del paladar de los hispanos radicados en los Estados Unidos, multitud que queda representada en los que contribuyeron con su plato preferido a la colección de 200 recetas que forman este libro esencialmente gastronostálgico.

Libro de la diáspora, de le emigración, del exilio.

De este libro de hace ya veinte años es la siguiente receta y su memoria de infancia: "Pastel de papas celestial" lo titulan las recolectoras de recuperadas ausencias culinarias.

Es el "pastel de papas" uno de mis platos favoritos que, para mi deleite, se preparaba con cierta regularidad en casa.

Consiste básicamente en un pastel al horno hecho de puré de papas con un relleno del "pino" con que se rellenan las empanas de horno en Chile.

No podría decir qué origen tiene esta receta, pero es evidente que se emparienta con las papas rellenas, delicia que habrá que comentar en otra ocasión, y que tiene, hasta donde yo sé, identidad peruana, como la tienen no pocos platos de la cocina chilena.

Sin pretender dármelas de conocedor, y recordando la enorme influencia de todo lo inglés en el Chile del siglo XIX, me inclino a pensar que este pastel de papas de mis nostalgias bien puede tener también influencias de la cocina inglesa, tan dada a preparaciones similares.

Ya desde su hermoso aspecto de budín dorado que decoraba la mesa familiar minutos antes de que mamá fuera sirviéndolo desde su sitial de proveedora, hasta la textura y sabor de cada bocado con que lo iba consumiendo, y sin desdeñar su aroma, el pastel de papas me pareció siempre un alimento incomparable y tan mío que me costaba creer que otros pudieran saborearlo tan bien como yo.

Hay mucho de egocentrismo en la gastronomía.

La receta en el libro de las nostalgias viene en inglés. Trato de traducirla al castellano:


El pastel de papas celestial--carne picada, cebolla, pasas y aceitunas negras dentro de un pastel de puré de papas aromático a nuez moscada--era un plato regular en la casa de mis padres en Chile. Combina la suave textura y simple elegancia del puré de papas con el más robusto y popular sabor del "pino de carne", el relleno de carne de vacuno que hacía de las empanadas al horno de los domingos una delicia incomparable.

El pino de carne se prepara con carne picada, cebolla, ajo, pasas remojadas un buen rato en agua tibia, aceitunas negras, pimentón en polvo, comino, sal  pimienta.
Se dora las cebollas y la carne con los ajos y el comino y el pimentón sin que se terminen de cocer.

El puré de papas no requiere mayor explicación. A mí me gusta preparado con leche, mantequilla y un poco de nuez moscada.

Para armar el pastel se pone al fondo de una budinera enmantequillada un poco de puré formando una base no demasiado gruesa sobre la cual se pone el pino, al que se le agregan las pasas y aceitunas y, si se quiere, tajadas de huevos duros. Se cubre todo con abundante puré. Antes de meterlo al horno para que se dore y se termine de cocinar el pino (cosa de veinte minutos a fuego mediano) se espolvorea el pastel con una cucharada de azúcar granulada. Al servirlo cada cual puede agregarle un poco más de azúcar a su porción.



















Wednesday, March 15, 2017

Un asado con significado esotérico



Mi padre, Sergio Felipe, gozó de la vida, a su manera, como lo hacemos todos.

Gran lector, tuvimos gracias a él una excelente y elegante biblioteca en casa. Entrar en ella era ingresar a un templo decorado con libros de todos los formatos, tamaños y contenidos: un mundo para curiosear, aprender y aventurar cada vez que los ojos leían los títulos y los autores en el lomo de tanto libro--la cabeza inclinada de lado, a veces a la  derecha, a veces a la izquierda, ya que no todos los libros tenían los lomos con la información en la misma ldirección--hasta que le mente le daba la orden silenciosa a la mano de seleccionar un libro con pausa y respeto.

Había libros de ensayos y novelas, libros de poemas, de teatro y de exploraciones espirituales. Recuerdo uno sobre sufismo, otro sobre San Agustín, uno de Tagore y sus poemas, de Buda, de los grandes rusos, Dostoyevsky, Chekov. Y estaban los de los poetas y novelistas chilenos: Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Enrique Lafourcade, Manuel Rojas, Marcela Serrano, Marta Brunet, José Donoso, y Jorge Edwards (todos pre-Isabel Allende).

Hijo de la pintora Dora Puelma y casado con la pintora Sara Puelma, prima hermana suya por el lado Puelma, mi padre amaba el arte, sobretodo el teatro. De joven había participado en radionovelas. Me llevó a grades producciones teatrales. Tenía yo once años cuando fuimos a una producción completa de Carmina Burana, con el Ballet Nacional, la Sinfónica y coros de adultos y niños bajo la genial coreografía de Ernest Uthoff.

Mi padre amaba también los asados. Tenía buena mano para mantener el fuego a punto, adobar como se debe los pollos y las carnes, y trabajarlo todo con dedicación amorosa, ensalzada por el buen vaso de vino tinto, nunca vacío. 
Era un artífice de la parrilla, sus asados eran un prodigio.


Mi hijo Sergio Hernán conoció a su abuelo de niño y es mucho como él: gran lector, amante del arte en todas sus formas, con cursos de teatro e incluso una audiencia de actuación en The Julliard School of Dance, Drama and Music en Nueva York. Vive en Miami, donde la luz, el sol y el calor lo han moldeado en un personaje maravilloso, con mente con chispa, colores, y múltiples ideas (Me ha regalado un bello libro de poesías de la nueva generación de poetas y publicistas de Miami). Gran cocinero--entre otras habilidades--publica sus recetas en SergiocanCook en Facebook, con descripciones creativas y fotos de calidad. 

Estuvo de visita para las festividades de Diciembre y el 27 decidió--así, enérgicamente y de la nada--que estaba en animus asadendis. Y un asado especial era el que quería, uno con alas de pollo, costillas de cerdo lechón, chorizos especiales, unos con cebollín verde y otros con jalapeños.

Compramos las alas, las costillas y los chorizos en un lugar tradicional--todo fresco, nada de productos de supermercado--donde hay que hacer fila en el sector de las carnes por tanto cliente como tienen.  


Sergio Hernán adobó las alas con especial devoción: Las 4 libras/2 kilos de alas se marinaron en el jugo de 8 limones generosos, 10 onzas/280g de mostaza café con especias (Spicy Brown Mustard, básica) que hace del marinado una salsa cremosa, 1 cucharada de sal y una de pimienta blanca, una cucharada de ajo en polvo, 2 cucharadas de perejil seco, y dos cucharadas de Maple Syrup (sirope de verdad, no uno de esos sustitutos azucarados con melaza). Y todo se dejó descansar una hora.

Sacó las alas del marinado maravilloso y lo puso al fuego en una ollita para reducirlo y bañar las alitas con el sabroso resultado.

Luego llevó a la parrilla las alitas que, en filas militares, fueron haciéndose lentamente, con bañados de tanto en tanto de la reducción del marinado. Las instrucciones son dar vuelta y seguir con el mismo procedimiento con paciencia y acompañándose--en este caso--de buena cerveza. 

Todo esto a la tarde, ya sin luz en Ohio, con un frío de 3C/37F, pero con cielo claro, sin una nube, con paz y con el calor y la luz de un fuego de madera en la chimenea portátil.

El resultado del largo proceso es simplemente espectacular, por la calidad de esas alas a la parrilla preparadas con interés y muchas ganas.

Más tarde, en la noche, antes de quedarme dormido, me di cuenta de que era el 27 de diciembre, el día de cumpleaños de mi padre y que Sergio Hernán, el nieto que tiene tanto de él, nos había celebrado, sin saberlo--pero llamado a hacerlo--el cumpleaños de Sergio Felipe. Fue una pura coincidencia y aninguno se nos ocurrió pensar que las espontáneas ganas que Sergio Hernán tuvo de preparar un asado especial esa tarde quizás las dictara una comunicación que sólo él recibe de Sergio Felipe sin saber cómo ni por qué, para el agrado de todos.

Con esto es suficiente. El resto de las recetas es para otro cuento.  
©Hernan L. Fuenzalida-Puelma, 28 diciembre 2016. 

Thursday, March 2, 2017

Garbanzos verdes


Esta no es una receta, es una travesura. Nunca olvidaré mis veranos en mi pueblo natal, San Pedro de Gaíllos, en Segovia, España.

Como soy hija única me fascinaba pasar los veranos allí con mis abuelos, tíos y primos. Durante el año escolar en Madrid, donde me crié, no podía culpar a nadie si hacía algo vedado, pero en el pueblo era otra cosa. Por eso me encantaba las vacaciones allí.
¿Habéis probado alguna vez garbanzos verdes? ¡Son deliciosos! Por las noches, después de cenar, mis primos y yo andábamos carretera arriba, a la Cuesta de los Morales, y nos adentrábamos en los verdes garbanzales para comer garbanzos verdes. Era nuestro postre. Qué bien ‘sabía’ arrancar matas, desvainar los garbanzos y comerlos. Son como los guisantes pero mejores. Un poquito duros, pero no mucho; un poquito dulces, pero no mucho, son perfectos.
Como éramos todos cómplices siempre creíamos, sobre todo yo, que podíamos culparnos unos a otros. Pues no, no era así. Los garbanzos verdes se abonaban con salitre, lo que causaba un gran problema. Nuestros mayores siempre sabían que andábamos a garbanzos pues todas nuestras ropas y alpargatas presentaban unas manchas que eran muy difíciles de quitar, incluso con continuos lavados. ¡Y lo peor era que yo no podía culpar a nadie: mi ropa también estaba manchada! Aún me acuerdo de un lindo vestido--que me había hecho mi tía modista--que volvió a Madrid con las dichosas manchas que nunca se pudieron quitar.
A pesar de las manchas nunca nos castigaban pues todos los chicos del pueblo comían garbanzos verdes y hubiera sido muy difícil castigarlos ya que ayudaban, mucho o poco dependiendo de su  edad, en las labores agrícolas.
Si tenéis alguna vez la ocasión de comer garbanzos verdes no la desperdiciéis: son deliciosos.   Aunque la gente dice que dan dolor de barriga, ¡nosotros nunca lo tuvimos!  

 ¡Buen provecho!
Gilberta H. Turner

Sunday, January 22, 2017

Cazuela de Curacavi

Unas tres o cuatro veces al año viajábamos desde Viña del Mar a Santiago en auto. Primero en un Ford Prefect del 47 de color negro y después en un Chevrolet 51 Fleetwood de color blanco, de dos puertas de esos peinados hacia atrás.


El viaje era un evento familiar: duraba varias largas horas, que se redujeron sensiblemente años después con la construcción del Túnel de Lo Prado. Lo mas importante del viaje.era la parada en Curacaví, a medio camino viniendo desde Viña y antes de la cuesta que hoy se evita con el túnel.

El descanso era en el Hotel Inglés, famoso por sus cazuelas y por la Chicha de Curacaví.

Nos concentrábamos en la cazuela, ya que éramos chicos y no podíamos tomar y mi padre manejaba. Aunque hay que reconocer que probábamos la chicha en unos vasitos minúsculos y dormíamos muy bien el resto del viaje.

La cazuela podía ser de ave o de vacuno. Nos gustaba la de ave.

El Hotel Inglés ya no está. Un terremoto de 1985 y la nueva carretera produjeron estragos físicos y financieros. Creo que allí donde estaba el hotel ahora está la Municipalidad de Curacaví.

El nuevo Hotel Inglés era de los años 50 y había reemplazado al de los 30, que era famoso pues había recibido muchas visitas ilustres, incluidos varios Presidentes y Libertad Lamarque, cantante argentina famosa, guapa y muy llorona.

Esta receta es en memoria de la inolvidable cazuela de ave del Hotel Inglés de Curacaví y de los largos viajes a Santiago. Es como sigue:

Se necesita: 1 pollo grande sin piel y trozado (pechugas en cuatro, dos muslos y dos piernas y las 2 alas; 1/2 taza de harina; 1 cucharada de perejil seco; 8 papas medianas cortadas en dos; 8 trozos de zapallo de 2 centímetros (1 pulgada) cortados en dos (butternut squash en los Estados Unidos); 8 trozos de choclo o maíz cortados en dos; 1 zanahoria rallada gruesa; 1 taza de porotos verdes (vainicas o green beans) cortados en juliana finita o corte francés;1 pimiento morrón rojo y otro amarillo o naranja, en lascas; 2 cebollas picadas finas; 4 dientes de ajo machacados; 2 cubos de concentrado de pollo; 2 cucharadas de orégano;1/4 cucharadita de comino; 1 cucharadita de merken; 3 cucharadas de aceite; sal, pimienta; 1/4 taza de perejil o cilantro picado fino; 2 litros de agua, un litro de agua caliente y un litro de agua fría

Accion: 1. En una olla grande y profunda, poner el aceite y sofreír por 3 minutos la cebolla (con una pizca de sal para que suelte su humedad natural) y el ajo. 2. Pasar el pollo por la harina, a la que se le ha agregado el perejil seco y el merken, y sofreír las presas hasta medio dorar. 3. Añadir los pimentones, los cubos concentrados de pollo, mezclar y sofreír por 2 a 4 minutos. 4. Agregar el litro de agua fría y dejar hervir por 5 minutos. 5. Añadir las papas, los trozos de zapallo, el choclo, las zanahorias y el orégano. Dejar hervir por 5 minutos y agregar el litro de agua caliente. 6. Tapar y dejar cocer por 15 a 20 minutos hasta que las papas estén medio blandas. Agregar los porotitos verdes y cocinar por otros 5 minutos.



Servir una presa de pollo, una papa, un trozo de zapallo, un trozo de choclo y abundante caldo con el resto de las verduras. Espolvorear perejil o cilantro.

©Hernan L. Fuenzalida-Puelma, Diciembre 2016