Friday, September 18, 2020

La dieta deleitosa

Alguna vez--en otros días--la gordura, la morbosa obesidad, representó la riqueza y el poder. Hoy, más bien todo lo contrario.

Cuando Lázaro, el de Tormes, pasaba penurias de hambre el emperador sufría las dolencias propias del que mucho come, del que engulle en demasía: el goloso.

Las opulentas mesas de los bodegones holandeses de esos siglos de abundancia, proclamaban la fortuna de poder comer de todo hasta la saciedad y la apoplejía.


Hoy la obesidad también se da en sociedades económicamente superiores; pero, a diferencia de los tiempos de la expansión europea, magníficamente caricaturizada en el obeso John Bull británico, la gordura morbosa no es privativa de los poderosos--que saben lo que les conviene-- sino propia de las clases bajas de poco ingreso y pobrísima educación.

Comer bien, saludablemente y con gracia gastronómica es caro y por lo mismo un placer de acaudalados. Requiere también un nivel de educación que hoy la propaganda comercial ha convertido en una confua y dañina ignorancia.

Vienen estos comentarios a cuento de la nostalgia de una infancia perfectamente alimentada con el equilibrio de una dieta familiar que no sabía de comida chatarra ni de servicios al paso ni de otras comilonas y excesos que el de unas cuantas celebraciones--no muchas y mayormente familiares--en las que se gozaba del exquisito placer de manjares no tan sanos, y por lo mismo raros, que hoy se consumen a diario, con pésimas consecuencias y sin el deleite que produce lo selecto y no habitual. 

Hermoso es el recuerdo, por ejemplo, de caminar con los mayores al centro de la ciudad y tener la oportunidad de elegir un helado del sabor que uno quisiera, o de tomarse un jugo de zanahoria con naranja acompañando un delgado sandwich de miga de ave y pimentón; o de comerse un "hotdog completo", con chucrut y mostaza, o uno con palta y una gaseosa. Eran los contados momentos en que se comía lo no muy sano y sabroso de fuera de casa: lo excepcional.

Lo habitual era la dieta sana y variada de la comida casera, la preparada a diario con el cariño de la receta familiar, la que a todos gusta y a todos satisface por completo. Dichosa la familia que guarda el recetario de ese ayer, anterior a la desmesura de un presente que no se satisface nunca con lo que come tentado por una culinaria del consumo insano e insaciable.



Tuesday, September 15, 2020

Pescado frito como no hay otro

Característico de las calles del puerto de Valparaíso, en las que aprendimos a aventurar de muchachos en la comida típica y popular, eran los puestos callejeros y los locales que servían merluza frita acompañada generalmente por una ensalada de lechuga o papas, ya fueran fritas o en puré. 

No hay cómo olvidar tal forma de preparar un pescado de carne blanquísima que se desmorona en trozos deliciosos al sólo contacto con el tenedor.

Hasta el día de hoy la merluza frita es un plato popular que se consume en los comedores del mercado y restaurantes de obreros y gente del puerto, aunque no creo que se use todavía venderla enrollada en un trozo de papel de diario, como se lo hacía en las bulliciosas calles del plan de Valparaíso, las que no alcanzan a encaramarse a los cerros populosos.

Es en un comedor humilde del mercado donde he repetido ahora, de viejo, la dicha de comerme una merluza frita como las que nos servíamos en casa más de algún viernes, día de comer pescado. 

Frente a mí tuve de nuevo la visión dorada del pescado rebosado y frito a perfección, humeante y aromático, sobrepasando su tamaño la circunferencia del plato de simple loza blanca. Aunque no llevaba al lado la ensalada de lechuga con aceite y limón que era la que preferíamos de niños, una papa en tajadas, también doradas, servía muy bien su oficio de acompañamiento.


Es tan delicada la carne de la merluza que basta cortarla con el tenedor para que se desmenuce en lascas suavísimas de perfecto sabor. Bien preparada no hay temor de encontrar una espina y se la consume despreocupadamente, atento sólo a la textura, el sabor y el aroma, combinados con los del reboso apenas presente y los de las papas, por sí solos excelentes.

Son los sabores, aromas, texturas y sonidos de una infancia de innumerables viernes "de guardar", cuando era lo correcto--y apatecido--consumir las criaturas del mar, símbolo icónico de la divinidad tradicional tan directamente relacionada con la dicha de la cena.


Thursday, August 20, 2020

Jubiloso jugo del recuerdo, Carlos Acosta

I. Hoy temprano, en el desayuno, tomé un jugo de zanahoria. Al segundo trago ya había regresado a la infancia.

2. Voy de la mano de mi madre. Ando ya en los siete, según se dice, el mejor año de la niñez. Salimos de casa al tiempo que el sol hace lo propio por levante. Los dos pinos del portón, altos por igual, parecen decir, no tarden tanto. Una parvada de tordos pasa por encima de nosotros. En la I griega del pueblo abordamos la pollera que nos ha de llevar a la ciudad. Pido, como siempre, el asiento de la ventanilla. Aquí es El Parral. Éste, el arroyo El Lagarto. Allí La Pedrera. Mi madre se da a la tarea de señalar lugares que vamos pasando. Escucho atento, miro asombrado. Debido a la velocidad y a la ventana abierta, el aire se unta en las mejillas, revuelve el cabello. Allá está La Cueva, señala con el dedo índice. Miro en lo alto de la sierra una gran oquedad oscura: imagino el ojo de un cíclope gigante que hace siglos permanece inmóvil, acostado. Ésta es la curva de El Abra. Un sobresalto me sorprende. Miro el hondo precipicio casi al ras de la pollera y hacia el oriente las grandes extensiones en diversos tonos de verde, de las tierras en cultivo. Aquí es la entrada a Quintero. Ya casi llegamos, agrega. Una casita de madera de dos plantas, una pequeña laguna donde algunas vacas abrevan, son señales de que ya casi entramos a El Mante.

3. Caminamos por calle Guerrero. Llegamos a donde cruza con Zaragoza. Es una de las cuatro esquinas del mercado municipal. Nos detenemos frente a un puesto en donde preparan jugos naturales. Pediré uno de zanahoria, dice mi madre, para ti, porque tiene muchas vitaminas. Yo espero sin decir palabra. Veo la calle pavimentada, automóviles que pasan de vez en cuando, gente que va y viene. Listo el jugo del niño marchanta, casi grita el vendedor, ¿algo más? El vaso es largo y en cono invertido. Se ve muy grande y en color anaranjado. Tómalo hijo, te hará bien. Sorbo a sorbo, por un popote blanco, bebo. Un ciego con gafas oscuras, sentado en la banqueta de enfrente, agita su botecito de hoja lata–tintineo de monedas–pidiendo limosna. El sabor de la zanahoria es aromático, invade la nariz, la garganta y al momento de tomarlo, el paladar infantil agradece. Un dependiente del puesto cercano llama a los posibles clientes, pase, pásele, aquí tenemos los mejores precios. Sigo en el disfrute del jugo. Pasa un vendedor de periódico gritando a voz en cuello las últimas noticias. Uno por uno los tragos me van rehaciendo. Lo termino. Estoy reanimado, fuerte, risueño. Miro el mundo distinto. Respiro el aire con entera libertad. Mi madre lo ha dicho: el jugo de zanahoria es un milagro.

4. Para el regreso de nuevo elijo la ventanilla. Pero esta vez hago el viaje dormido. Apenas salimos de la ciudad, recargo la cabeza en el hombro de mi madre, cierro los ojos y duermo hasta que ella me despierta llegando a Tampemol. Bajamos de la pollera frente a la tienda de mis abuelos. Doy un brinco del estribo al suelo. Cruzamos la carretera. Caminamos media cuadra para llegar a casa. Miro la calle de tierra, los caballos atados a la amarradera–palo entre dos horquetas–de gente de los ejidos que viene al pueblo. Veo el eucalipto, las hojas verdes de chicleque, la casa del tío Atilano. Y por fin, otra vez, los pinos del portón. En casa están mi padre y mis hermanos. Conservo todavía en la boca, en el espíritu–y el niño que fui sabe que no miento–el sabor del jugo.

5. Este día quedará como una muestra de que, en realidad, no es tan difícil ser feliz.

6. Hoy, temprano, en el desayuno, he tomado un jugo de zanahoria. Un cortometraje de infancia vino. Y no se fue.


Preparación: Todo lo que hay que hacer para preparar un jugo de zanahoria es simplemente poner la zanahoria en el extractor, del tipo que sea, o la licuadora.

P.S.: Una variedad del jugo de zanahoria consiste en combinar éste con jugo de naranja en medidas iguales; pero este jugo merece recuerdo aparte.


Saturday, August 8, 2020

El vegetal que sazona el recuerdo, Diana Ortiz Vidaña

El picante aroma de la cebolla me remonta a mi infancia, ¡tan llena de preguntas, berrinches y sonrisas! Me trae el recuerdo de la mujer que me cuidó en mi niñez: mi abuela materna.
Alabo de ella la paciencia con que me daba respuestas a lo que me intrigaba. Siempre tan sabia. Ya en ese tiempo se le notaban los surcos que la edad dibujaba en su rostro, señales de su largo caminar en este planeta. Pelo lacio y de color gris, agarrado en dos trenzas que detenía con una peineta por la parte de atrás, muy al antiguo estilo español. Ojos pequeños pero de mirada muy profunda y de color negro como la noche.
Muy callada siempre, solo hablaba cuando era necesario. Nada parecida a mi en eso: yo hablaba como perico--me decía--: no paraba nunca de cuestionar. Por eso ella escogía mis preguntas y seleccionaba lo que creía digno de una respuesta; lo que, debo admitir, no me complacía.

Otra de las virtudes que yo le admiraba era la paz que reflejaba su rostro, la mirada perdida en ningún punto; mientras yo me la vivía preguntando, ella simplemente me ignoraba, lo que tampoco me complacía.

El día de este recuerdo se festejaría el cumpleaños de mi madre. En mi familia, cada que había una fiesta para celebrar algo, era la tradición preparar varios platillos; pero cuando se trataba de cumpleaños, se guisaba lo que el festejado disfrutaba comer. A mi madre le encanta la "tinga de pollo" y ése era el platillo que ese día se prepararía para ella. 
¡Cómo no le podía gustar! De sólo imaginar morder una tostada embarrada con crema ácida se hace agua la boca. Y después ponerle encima la tinga de pollo con chipotle y darle pequeñas mordidas para que no se rompa en cachitos la tostada (es todo un arte) y, sobre todo, para que el sabor de la cebolla combinada con el chile chipotle no te haga sudar de la enchilada que te das. 
La cebolla le da un perfume especial y el chipotle el sabor que logra hacerte sudar. Su aroma es tan fuerte que logras percibir ese guisado a una cuadra de la casa. Ya desde la esquina llegas con esas ansias de darle un buen bajón a la cazuela. 
Los preparativos comenzaron desde muy temprano, casi de madrugada, cuando me encontraba dormida todavía. Recuerdo que en mi sueño estaba disfrutando de una tostada de tinga: su aroma me invitaba a morderla y sentir a cada mordida el crujido de la tostada en mi boca y cómo me chorreaba entre los dedos, al sostener mi tostada, el caldito que produce la mezcla de pollo, jitomate y la reina del sabor; sí, la cebolla. 
Pero cuando estuve a punto de dar otra mordida en mi sueño, ¡pum! me despertó el ruido que provenía de la cocina. Los olores de cebolla  🧅  pollo y jitomate  🍅  lograron que mi espíritu tan curioso se levantara de la cama. Corrí a ver qué pasaba o qué se preparaba. 
¡Que rico! Mi sueño hecho realidad: tinga de pollo.
Al bajar corriendo por las escaleras que conectan directo a la cocina y antes de brincar el último escalón la imagen que vi me paralizó.  
Era mi abuela picando cebolla.  🧅 ¡ y estaba llorando!  
Di el último brinco.
--Abue, ¿que tienes?--le pregunté. Verla con tremendas lágrimas al tiempo que sorbía el sentimiento, me hizo sentir un gran hueco en el estómago. 
Sentía que no podía respirar.
--Nada hija ve a costarte--me contestó.
--Pero cómo voy a dejarte aquí tan triste.
Y en ese momento me explicó:
--Es el efecto de la cebolla, ¡mira! Cuando la cortas a rebanadas tiene la magia de sacarte los recuerdos, eso que están tan adentro de ti ¡que ya ni sabías que los tenías!
Corrí a sentarme en el banco que le servía para alcanzar los trastos que colocaba en lo alto de la vitrina. Ahí, sin moverme, presté más atención a su relato. ¡Pero lejos estaba de irse esa sensación de vacío en mi estómago! Mi corazón se sentía triste. 
Aun así seguí escuchándola muy atenta.
--El aroma de la cebolla lava el alma. Por eso salen las lágrimas. A mi edad su picor indaga muy ... pero muy dentro de mi y de repente saca el dolor en cada rebanada. Y de cada rebanada  brota el agua que lava el alma. 
--Abuelita--corrí y la abracé.
--Cuando llegues a mi edad verás que el olor de las cebollas te lavará el alma a ti también.
Receta 
* 2 cucharadas de aceite vegetal
* 1 cebolla blanca mediana cortada en rodajas
* 2 dientes de ajo grandes finamente cortados en cubitos
* 3 tazas de tomate cortado en cubitos
* 2 cucharadas de perejil picado más extra para decorar
* 2 chiles chipotle picados (enlatados) 
* 3 tazas de pollo cocido y desmenuzado 
* Sal y pimienta al gusto.
Elaboración paso a paso
1. Calienta el aceite en una sartén grande a fuego medio y agrega la cebolla en rodajas, añade el ajo a los 3 minutos revolviéndolo. Cocina por otros 2 minutos hasta que desprenda sus olores.
2. Mezcla el tomate picado y el perejil, baja el fuego, revuelve y deja cocer hasta que los tomates comiencen a liberar sus jugos; este paso tomará cerca de 6-7 minutos. Si los tomates no son suficientemente jugosos agrega un par de cucharadas de agua.
3. Finalmente, agrega el pollo y el chile chipotle picado. Cocina a fuego lento durante unos 8 minutos más hasta que todos los sabores se hayan mezclado. Condimenta con sal y pimienta.
4. Para servir, decora con perejil picado. Puedes servirlo como plato principal con arroz y ensalada o como cubierta para tus tostadas, sopes o para empanada rellena. Si te quedan sobras, este plato lo puedes congelar hasta aproximadamente un mes.


"Cebolla", óleo de la autora 

Saturday, August 1, 2020

Imperio del arroz

En estos meses de cuarentena se ha producido entre algunos encerrados una inevitable afición a la cocina y en las redes sociales las fotos y recetas de comidas de todo tipo son innumerables y tentadoras.

Hemos vuelto algunos a las viejas tradiciones culinarias que demandaban tiempo, paciencia y deleite sanamente prolongado.

En este diario acto de recuperación repetido a lo largo de las semanas se han ido despertando las memorias de esa mesa de la infancia, la nutricia y sabrosa mesa del comer tranquilo, dichoso y agradecido.

Nos ha venido con el ocio obligado la gastronostalgia propia de momentos de retiro y sentir profundo.

Varias son las recetas que hemos intercambiado electrónicamente y bien podrían muchas de ellas ser base a una entrada de este blog memorioso.

Ya las iremos publicando.

Por ahora el comentario es más bien general, de una gastronostalgia abarcadora de un menú tan rico y variado que no habría cómo dar cuenta detallada del mismo en pocas líneas.


Desenlazó la marea de recuerdos las instrucciones para preparar un simple, simplísimo y rápido arroz con mejillones, de los que vienen en tarro. Los arroces de la infancia suman una variedad enorme de esplendores que, al fin y al cabo, se resumen en ese arroz magistral que algunos llaman paella (que puede significar un número infinito de diferentes recetas) y que en casa llamábamos, sin pretensiones de mayor exactitud en el nombre y el preparado, arroz a la valenciana.

Imposible establecer un momento y un recuerdo exactos de cuándo se conoció, para no olvidarlo nunca, el arroz. 

Debió haber sido cuando comer se lo hacía amarrado a una alta silla desde la cual, semiasfixiado por un babero descomunal con tendencia a bolsa de desperdicios, parte de la comida se esparcía disparada a manotazos y escupos, no tanto de disgusto como de descoordinado entusiasmo. 

Remóntese el imperio del arroz a esos primeros arroces blancos que hasta por la nariz se consumían y a los que fueron siguiéndolo con añadidos cada vez más deliciosos, hasta llegar al arroz con leche del postre magistral e incomparable. 

Sigue después una lista interminable de arroces preparados de mil 
maneras, todas deleitables.

La gastronostalgia del arroz es múltiple, múltiple sus formas de gustarlo y regustarlo casi a diario. Imposible enumerarlas todas, imposible proveer un recetario.

No queda más que volver sobre el tema en otras oportunidades.





Saturday, June 20, 2020

"Las memorias culinarias que podría escribir (o más de medio siglo de sabrosos recuerdos)" de Eliana Rivero

Debo comenzar, obviamente, con mi abuela María de los Ángeles—a quien llamábamos abuela Angelina—y sus inigualables guisos de maíz, sus ricos tamales (que cuando no estaban rellenos de carne se llamaban tayuyos),  sus jugosos bistecs al carbón, sus increíbles codornices o guineas en salsa de vino tinto (algo así como un coq au vin criollo), sus incomparables frijoles negros  y sus deliciosas jaleas y mermeladas de guayaba, todo lo cual disfruté y la vi preparar entre 1948 y 1961. Papá y otros de sus hermanos le habían regalado a su madre, mi querida abuelita, una cocina (estufa) moderna de gas, con todos los implementos necesarios para cocinar banquetes. Y claro que lo hizo, en muchas reuniones familiares. Pero su corazón le decía (y ella lo repetía, como me dijo varias veces) que ningún plato sabía mejor que cuando ella lo preparaba en su fogón de leña. Ese artefacto había ocupado sitio de honor en su cocina (todavía tengo el recuerdo visual de la parrilla que ponía sobre las brasas para asar la carne cortada en bistecs o chuletas) desde que se mudaron, ella y sus dos sus hijos, tía María Luisa y tío Julio César, dichosos entre los diez hermanos y hermanas, a la casa de la calle Baire llamada Villa María.
    En el jardín frente a la casa había matas de azucenas que perfumaban el ambiente, pero otros aromas se respiraban en el patio posterior a los edificios (sí, aquella villa era una especie de pequeña mansión antigua, con aposentos para sirvientes, lavadero, almacén y hasta una caballeriza, que en vez de caballos albergaba algún automóvil, todo ello frente al patio donde abuela colocó su nunca olvidado fogón de leña). Y digo otros aromas, porque abuela Angelina se empeñó en seguir cocinando en las viejas hornillas crepitantes sus exquisiteces para Nochebuena, su cumpleaños, el Día de las Madres, y otras ocasiones especiales cuando se reunía la gran familia: una vez conté cincuenta y dos comensales sentados a las mesas en el amplio comedor, listos para disfrutar de la pantagruélica cena preparada por abuela…quien no toleraba ayuda alguna, excepto para servir y lavar los platos. Qué recuerdos esos de unos tiempos que ya hace tanto dejaron de ser reales.
    Pero la herencia culinaria de abuela Angelina se concentró en dos de sus hijas, Angélica (a quien le decíamos tía Cala) y Ofelia, las cuales se distinguieron entre otras mujeres de la familia por platos exquisitos como el postre llamado crema de la reina y el pavo asado relleno con jamón (que le hacía la competencia al lechón o “chancho” asado en Navidad), además de los bocadillos de queso crema con sidra achampañada que servían en las fiestas. Mi mamá se contagió bastante con las habilidades gastronómicas de mi abuela y tías y llegó a ser experta en platos como el filet mignon y el hígado a la italiana, y en postres como las naranjas rellenas con dulce de coco (servidas en su cáscara y con hojitas azucaradas). Su fama como cocinera culminó en un paté francés, que ocasionó comentarios elogiosos entre los invitados a mi fiesta de cumpleaños en 1956. 
   Otros recuerdos inolvidables, por su sabor y por la nostalgia que provocan, fueron las ocasiones en que papá nos convidaba a restaurantes conocidos como Rancho Luna, en la carretera de La Habana a Wajay (sic), y el Río Cristal, centro campestre con piscina al que nos llevaba los domingos a nadar, comer  y beber daiquirís helados (los adultos, claro).  A mí me dejaban probar una bebida que servían al final, llamada “doncellita” y confeccionada con el licor de café y ron llamado Kahlúa y con crema de leche. Pero eso ya fue hacia 1955, cuando mis gustos de niña se iban convirtiendo en preferencias de adolescente. 
   Antes y después de eso, los recuerdos culinarios me llevan a montar una bicicleta roja que me regalaron cuando cumplí quince años, y que me permitía pedalear casi 8 kilómetros hasta un restaurante llamado Andrónico, junto al río que desembocaba en la playa de Baracoa, para comprar los exquisitos camarones empanizados que servían allí, y llevarlos de vuelta a la casa donde pasábamos los veranos. Y me llevan asimismo esos recuerdos a los mesones del viejo Madrid, calle Ventura de la Vega en 1966, cuando durante unas largas vacaciones en España me paseé por fondas y mesones peninsulares y probé repetidamente las merluzas fritas y el vino tinto de aquellos lares, así como la fabada asturiana y la sidra natural (de manzanas, pero con contenido alcohólico) en Covadonga, allí mismo en una fonda al aire libre frente a la iglesia donde se honra a la virgen patrona de la región.  
     De allí saltan las memorias al barrio parisino cerca del hotel George V (le 8me. arrondissement,  les Champs Elisées) y los desayunos servidos en la cama por una graciosa camarera: nunca han sabido tan ricos los croissants, el café au lait y la confiture como en aquellos tiempos de los años setenta, con pareja y amigos que nos obsequiaban y que—gesto increíble—nos llevaron en su Peugeot desde París hasta la preciosa villa de Giverny, donde pudimos no solo ver los estanques con lirios acuáticos que habían inspirado a Claude Monet, sino que también pudimos disfrutar de un almuerzo de campaña en un restaurante en la ribera de un río de cuyo nombre quisiera acordarme: poisson fresco, pommes de terre y salat con aceite de oliva, vin de la maison, mousse au chocolat.   
      Mi suegra Dolores (Loli), también en los setenta, era famosa por su arroz con pollo a la chorrera. Su secreto era la cerveza que añadía al caldo (además del vino seco o jerez que ya formaba parte del sofrito), y la que se mezclaba con el delicado sabor de los pimientos rojos asados, los espárragos blancos y los petit pois o guisantes con que culminaba aquella delicia. De ahí saltan los recuerdos a los años noventa: hubo una laguna en la memoria, causada quizás por la ausencia de platos memorables cuando yo misma tenía que preparar cenas y almuerzos y no había conquistado aún el arte de mis antepasadas y familiares. Memorable resultó entonces una pizza hecha en horno de leña en la villa de Frascati (nombre que siempre me trae a la mente las uvas que cantó Pablo Neruda), en una de las colinas que rodean a Roma, y un risotto con setas tipo porcini preparado especialmente por el chef para mi hija y para mí. Diez años después se repetiría el milagro italiano: en el restaurante Bartolotta de Las Vegas, el chef prepararía también para nosotras dos un plato especial, hecho junto a nuestra mesa, y envidiado por otros comensales que presenciaban el espectáculo: un branzino (llamémosle así a la lubina o corvina o sea bass) al gusto mediterráneo, acompañado por un vino también memorable.
     Esos recuerdos culminan con la experiencia, también de mi hija y mía, en el restaurante Santiago's Bodega de Cayo Hueso (Key West), en el cual se especializan en platos servidos como tapas españolas, y donde disfrutamos de unos incomparables filetes de res rellenos con salsa de queso roquefort, dátiles envueltos en tocino, y pudín de pan hecho con croissants y cubiertos con salsa de whisky bourbon acaramelada. Desde entonces, y esto lo he escrito antes y publicado también, vivo a la caza del perfecto pudín de pan*… que nunca ha resultado como aquel de la tarde soleada en los cayos de la Florida. Lo he buscado en New Orleans y en San Francisco y en otros sitios, pero milagro de milagros, lo he podido saborear de nuevo en mi casa, gracias a los empeños culinarios de mi pareja. Jerry, cuyo gusto también se inclina a las exquisiteces gastronómicas, ha podido recrear esa receta que recuerdo haber saboreado en tantos otros sitios ajenos (incluyendo una salsa de bourbon y mantequilla). Ojalá esos sabores y estos recuerdos perduren por mucho tiempo, para mí y para los que me rodean, y para los que leen estas páginas.
*“Un pudín recuperado” http://gastronos.blogspot.com/ Enero 3, 2017. Y “In Search of the Perfect Bread Pudding”. https://cubacounterpoints.com/archives/5146 English version. March 7, 2017.

Wednesday, December 18, 2019

La más simple y deliciossa dieta de convaleciente

Recuerdo cuando, de niño, el goce, ni siquiera excesivo, de unas empanadas fritas de queso o unas papas rellenas dignas de las deidades andinas resultaba en malestares tales que llevaban a la cama del tormento por un par de horibles días, llegaba el momento de la convalecencia --el total imprescindible olvido del paroxismo casi fatal-- y con ella las renovadas ganas de comer que, de sólo verlo, se engolosinaban con el más simple y delicioso alimento de la recuperación: una hermosa y humeante papa cocida.

Objeto de marfil, como el marfil oriental del salón de las visitas con sus biombos, piano y raros grabados de anteayer en las paredes tapizadas de brocado, también amarfilado y luminoso como un despertar después del sueño arormentado de la enfermedad.




Perfectamente voluminosa, la papa era el centro luminoso del plato en el centro de la mesita de cama en la que, en otro plato menor, esperba un limón cortado en cuatro, y en su alcuza de comedido y curvado pico, remedaba el aceite de oliva, transparente, el denso dorado de la papa humeante.

El olfato hipersensible del recién recuperado del sacrificio, captaba los mínimos aromas de esos tres productos de la tierra ancestral--papa, limón y aceite-- y prologaba en su insinuante presencia el deleite del bocado.

Era éste una cucharada de la papa que, majada con el tenedor y empapada de aceite y jugo de limón, se había transformado de trozo de ámbar en delicuescente pasta vivificadora.

No hay sabor que reproduzca el sabor de ese primer bocado recuperador, panacea contra el tormento que comer lo equivocado 
--lo de más complicados sabores-- produce en algunos organismos imperfectos.

Comer, después de todo, es un acto de vida o muerte. Recobrarse con la delicia de una papa cocida levemente condimentada de aceite y limón equivale a una resurrección que el alma, y más aun el paladar, no olvida.




El preparado es de lo más simple: cocer una para, que puede haberse pelado previamente y, estando todavía caliente, molerla apenas con el tenedor y rociarla con unas gotas de limón y un chorrito mínimo de aciete de oliva. Olvidarse por el momento de la sal y la pimienta, que puede añadírsele, además de un poco de perejil picado, cuando se la come no estando convaleciente sino por el puro placer de recordar el alimento infantil restituyente.