Acabo de comer sabrosamente un platillo que preparé a la diabla con lo que tenía a mano. Mientras lo saboreaba me vino a la memoria, vívida, una anécdota de hará unos cincuenta años atrás gozada en la que fue mi última visita a Barcelona.
Bajaba yo de vuelta de haber estado toda una mañana en el Parque Güel sufriendo la delicia de lo inexplicablemente bello y evocador de lo que no se ha vivido nunca pero se lo siente como algo propio que se evade en lo inasible.
Era verano y la experiencia estética y el sol de la primera tarde me doblegaban a tal punto que sentí la urgencia de entrar en un pequeño local, entre bar y cocinería, a beber algo y a descansar en el sopor del humor decaído.
Me senté a la barra. Frente mío, la dueña del local, casi anciana, se preparaba a cocinar. En una paella al fuego se puso a sofreir algo que supuse serían los ingredientes del característico sofregit catalán del que yo no sabía los detalles aunque sí el aroma y su efecto en lo que se come. Me dejé ganar por la quietud de la cocina, fascinado por lo que la mujer hacía con esa sabia calma dichosa del milenario ritual culinario.
La miraba con la curiosidad del aprendiz que desde niño fue aprendiendo el arte de cocinar en la muda, absorta observación de la vieja cocinera que a las órdenes de la abuela preparaba platillos que evocaban el pasado. Me sorprendió verla cortar con tijeras trozos de un bacalao salado y seco que iba tirando a la paella donde acabó preparando milagrosamente un arroz que, sin tapar, fue despertando mi apetito de resucitado.
Le pedí que me sirviera un poco y comí como recordaba haber comido de niño bajo la mirada del cariño,
Memoria inolvidable de una Barcelona ancestral que no sé bien por qué no he visitado de nuevo.


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