Venia hablando conmigo mismo del árbol de damascos (albaricoques o chabacanos) que había en la casa de San Miguel 260 en Traslaviña, en Viña del Mar.
Árbol bello, sano y sobre todo bien
proporcionado, con un tronco fuerte y un gran follaje de fondo que se eleva
con gracia, haciéndose más fino hacia el cielo con la forma de una copa de vino
sencilla, pero elegante.
Un árbol generoso con los niños.
Sus ramas, que comenzaban no muy alto, dejaban subirse a ellas a pulso. Penetrar en el follaje era como entrar en un bosque de hojas verde-limón, ramas finas y otras firmes que lo aguantaban a uno al escalar en medio de miles de damascos de todos tamaños y variedad de colores. Desde amarillo, pasando por naranja-amarillo, hasta el color damasco propio, se daban en sutil amalgama todos los colores al gusto de la naturaleza, además de los tintes rojos producidos por el sol. Cada damasco se viste con los colores que quiere a su manera.
Comíamos damascos hasta hartarnos. O
sea, hasta que los retorcijones indicaban que la firmeza del estomago se iba
haciendo agua rápidamente y que había que correr al baño.
Recuperados,
bajábamos damascos a montón que iban a la cocina en canastas de mimbre
compradas en las salidas al campo los fines de semana. La cocina los transformaba primero, y por supuesto, en batidos de leche preparados en una licuadora "Sindelita" (básica, poderosa, eterna) a
los que se agregaba una cucharada de miel de abejas de los colmenares locales
y, por favor, ¡sin hielo!
Había
suficientes damascos para hacer mermeladas, para secar y preparar compotas que se comían en
invierno. La mermelada me fascinaba y por eso me gustaba ayudar en la cocina como podía a
prepararla. Con las manos bien lavadas me ponían a
abrir los damascos, retirarles el cuezo y agregar azúcar blanca--800 gramos
por kilo de fruta--a montón y al ojo.
La fruta con el azúcar dormía hasta el día siguiente, cuando se la ponía a hervir lentamente. Había que revolverla sin parar por varias horas, tarea
que se nos asignaba y que no nos gustaba mucho cumplir, aunque lo hiciéramos sólo por unos 20 a 30
minutos que se hacían eternos.
Puesta la
mermelada en frascos, había que guardar varios bajo llave para el invierno, ya
que los frascos que estaban a la mano, pronto aparecían misteriosamente vacíos.
Se comía la mermelada con pan, galletas o simplemente con los dedos.
Al
llegar a San Miguel 2060, fijo la mirada allí donde debía estar el árbol de damascos
de mis sueños, y no estaba.
Aprovechando
el declive de la calle San Miguel se había sacrificado el árbol para hacer en la pared el orificio cuadrado de un garaje exactamente en el lugar
sagrado que ocupó el hogar de las raíces maravillosas del damasco, reemplazas ahora por un automóvil.
Iba
a tocar el timbre para saludar a los dueños actuales y contarles de mis aventuras
en el árbol de damascos. Pero la pena causada por su ausencia me lo impidió y me di media vuelta. Bajé calle abajo con dolor en el alma.
© Hernan L. Fuenzalida-Puelma
3 Diciembre 2016
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