“A la recherche du pudin perdu”
(En busca del
Perfecto Pudín de Pan)
Eliana Rivero
Por lo general, todos comenzamos nuestro
nostálgico recorrido gastronómico con recuerdos de algún delicioso plato creado
por nuestra abuela o mamá, o a veces una tía y su arroz con leche (el último es
mi caso). Pero deleites hay cuyo glorioso recuerdo no provienen de la casa
materna o paterna, sino de inesperados rincones donde se cultiva lo que hemos
ansiado degustar desde que el paladar se nos formó, o deformó, en la infancia.
En mi niñez, eran acostumbrados los pudines que se confeccionaban con pasas y almendras engastadas en un pan molido muy fino que hacía las veces de harina, con mezcla de leche y huevos, sazonado todo con canela y vino, y que se cortaba con cuchillo y se comía en la mano, como hacen los ingleses con sus cakes y bizcochos a la hora del té. Pensaba yo que aquel postre no podía ser de otra manera, hasta que una tía (sí, de veras, una tía que se esmeraba en dulces) me dio a probar lo que en la Cuba de mi infancia y mocedades se denominaba pudín diplomático: sobre una base de frutas --por lo general melocotones y cerezas-- un relleno de flan o natilla sobre los colores de las guindas y los duraznos, y encima la masa dulce del pan acanelado. Hmm, delicioso, pensaba yo entonces.
Muchos años después, frente al mostrador de una dulcería y repostería en Miami, cuando una amiga me dio a probar el pudín diplomático del que se enorgullecían los propietarios, comprobé que era aquel un deleite de los dioses que merecía ser cantado en alguna oda. Quede aquí, pues, recordado y apreciado.
En mi niñez, eran acostumbrados los pudines que se confeccionaban con pasas y almendras engastadas en un pan molido muy fino que hacía las veces de harina, con mezcla de leche y huevos, sazonado todo con canela y vino, y que se cortaba con cuchillo y se comía en la mano, como hacen los ingleses con sus cakes y bizcochos a la hora del té. Pensaba yo que aquel postre no podía ser de otra manera, hasta que una tía (sí, de veras, una tía que se esmeraba en dulces) me dio a probar lo que en la Cuba de mi infancia y mocedades se denominaba pudín diplomático: sobre una base de frutas --por lo general melocotones y cerezas-- un relleno de flan o natilla sobre los colores de las guindas y los duraznos, y encima la masa dulce del pan acanelado. Hmm, delicioso, pensaba yo entonces.
Muchos años después, frente al mostrador de una dulcería y repostería en Miami, cuando una amiga me dio a probar el pudín diplomático del que se enorgullecían los propietarios, comprobé que era aquel un deleite de los dioses que merecía ser cantado en alguna oda. Quede aquí, pues, recordado y apreciado.
Pero no comienza ni termina ahí mi épico
canto a los pudines.
Corría el año de 2009 cuando me encontré en Nueva Orleans, ciudad de jambalayas y mariscos, con un distinguido menú que ostentaba, en la sección de postres, un “bread pudding” que me llamó la atención. Y resulta que no soy yo sola la que recorre lugares y ciudades en busca del PPP: otros comentaristas y “blogueros” cantan las virtudes de dicho postre con admiración homérica. Transcribo algunas frases representativas del entusiasmo y deleite con que acogen algunos este postre de mis nostalgias:
Corría el año de 2009 cuando me encontré en Nueva Orleans, ciudad de jambalayas y mariscos, con un distinguido menú que ostentaba, en la sección de postres, un “bread pudding” que me llamó la atención. Y resulta que no soy yo sola la que recorre lugares y ciudades en busca del PPP: otros comentaristas y “blogueros” cantan las virtudes de dicho postre con admiración homérica. Transcribo algunas frases representativas del entusiasmo y deleite con que acogen algunos este postre de mis nostalgias:
“Mi affair amoroso con el pudín de pan comenzó en Nueva Orleans. Aunque mi madre yanqui confecciona uno decorado con duraznos que es digna oferta para las visitas, y una vez pasé un verano en una tienda gourmet de Manhattan sirviendo una versión mexicana con chocolate, no fue sino hasta que probé mi primer bocado del confortador dulce en la ciudad del Golfo que mi devoción floreció plenamente. Corría el año de 2006, y el restaurante Commander´s Palace retornaba a la vida después de una laboriosa renovación post huracán Katrina. Su pudín-suflé, etéreo y oloroso a whisky, era causa de regocijo. Desde entonces he vuelto en peregrinaje a Nueva Orleans varias veces, y en cada ocasión no me alcanza el tiempo para probar una nueva versión del postre”…. en busca del PPP, añado yo.
¿Por qué es tan amado el pudín en la sureña ciudad costera? No es que el plato se inventara allí, porque ese honor les corresponde a sagaces cocineros medievales en Europa y el Medio Oriente que tenían pan viejo de sobra en sus manos. Pero el postre es la perfecta encarnación de las virtudes gemelas de los Creoles: pan del día anterior, demasiado bueno para desperdiciarlo, que se baña en una mezcla de leche, huevos y azúcar, quizás mezclado con nueces y frutas, y horneado a un punto sublime.
Pregúntesele a cualquier nuevo-orleaniano cuál es el mejor pudín de pan y probablemente respondan que la versión del Bon Ton Café, el más antiguo restaurante Cajun de la región. Salpicado de pasas, el Bon Ton lucía su primer pudín de pan en el menú de la década de los cincuenta, mucho antes que otros establecimientos se dignaran a servir el humilde clásico sureño, y la misma receta familiar ha estado deleitando el paladar de sus clientes desde entonces. El pan francés de la panadería Alois J. Binder, otra institución local, resulta en una consistencia densa pero suave, y el coronarlo de crema hecha con whisky le añade un grado de sabor que satisface el paladar adulto.
Pero no obstante la excelencia de esos pudines
de Nuevo Orleans, mis viajes a San Francisco, ciudad de reconocidos
restaurantes, me han llevado recientemente a un bistro francés en la popular
Market Street, el Blue Stem Brasserie,
donde el pudín alcanza asimismo alturas
olímpicas para el paladar de los conocedores. Elaborado con pan de brioche, servido con arándanos frescos
en su salsa y regado con coñac, la canela de su interior y la crema de su
exterior se combinan con un gelato de
vainilla que hace suspirar a los que lo prueban. He aquí la foto, que imagino
hará bailar las papilas gustativas de los lectores:
Mas no podría terminar en estas páginas mi
exaltación del PPP sin recordar la memorable versión ofrecida en un pequeño
restaurante casero de Key West (Cayo Hueso en español), ciudad de recuerdos de
Hemingway y de cubanos del siglo XIX que allí vivieron y murieron, como lo
atestigua un cementerio lleno de tumbas grabadas en español donde poetas y
soldados descansan a la sombra de palmas de coco. Fue en Santiago´s Bodega, peculiar nombre para un restaurante de tapas,
donde en 2011 el pudín de pan llegó a mis labios de forma inesperada: elaborado
con croissants, salpicado de chocolate y regado con salsa de whisky bourbon,
aquel postre en la tarde del Golfo floridano despertó delicias ancestrales en
mi paladar, recordando a mis tías y mis viajes por ciudades costeras, puntuadas
por platos que rememoraban olores y sabores de juventud, despertando en mi
memoria la nostalgia de aquellos postres y manjares con que nos mimaban
nuestros seres amados, y con los que sabios dueños de restaurantes y hábiles
chefs nos regalan el paladar, en busca de parroquianos sin duda, pero además
gloriándose en la creación de sabores y olores que nos lleven a un paraíso
sensorial en esta vida.
Y hago votos porque el PPP, mi perfecto pudín de pan, llegue a la inmortalidad como recuerdo de viajes y niñeces, de tiempos felices en que los comensales comparten platos y cariños, risas y festejos, con lo mejor que la herencia gastronómica de nuestros días humanos puede ofrecer.
(Referencia) http://www.saveur.com/article/Travels/Great-Bread-Puddings-in-New-Orleans New Orleans, Louisiana, April 2009
No comments:
Post a Comment