Hernán Fuenzalida Puelma, nuestro amigo desde los tiempos que en esta nota recuerda, habla gastronostálgicamente de una fruta cuyo nombre--para qué hablar de su pulpa deliciosa--evoca mieles mitológicas.
Hace años, muchos--recuerda--, estando en California de estudiante vi que había melones en el mercado: verdes y amarillos.
Sin saber cuál comprar--indeciso ante la variedad--, me decidí por llevarme uno de cada color.
Me fui feliz a mi dormitorio añorando los melones de mi Viña del Mar en verano: dulces y olorosos, que al cortarlos en la cocina en grandes rebanadas se sabía en toda la casa que había melones para comerlos frescos, a dentelladas, o para hacer con ellos jugos o una ensalada de frutas . . . con un tanto de pisco, por supuesto.
Nada de eso esa vez: el desengaño.
La desilusión persiste hasta ahora y cada vez que me ponen un melón en frente en mi mercado del Mid West, me acuerdo con nostalgia de ésos de mi infancia, tan diferente.
Productos de la moderna producción agricultura comercial, del transporte a lo ancho de la geografía y de las cuatro estaciones del año, los melones de hoy ahora y de aquí me resultan soso, duros, sin aroma . . . tristes.
Qué bello el melón de la foto, como el de mis memorias lejanas.
Sugerencias de cómo comerlo:
Hay quienes al comerlo en rebanadas le ponen un poco de sal. Los melones más pequeños se pueden usar como recipiente de una ensalada de diversas frutas que puede llevar un poco de vino blanco o de licor y crema batida. Mezclado en la juguera con otras frutas o con leche es una bebida estupenda.
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