Insistía mi padre, que era muy dado a las exactitudes del idioma, que los frutos de los nísperos que comíamos a dos carrillos, medio encaramados en los varios árboles que había en casa, se llaman níspolas y que el nombre níspero, con el que nos referiamos a las delicias del huerto, designa solamente al árbol que los produce.
Y como siempre, las autoridades lingüísticas la daban la razón, el diccionario deja muy en claro que el término níspero designa a un "Árbol de las rosáceas, cuyo fruto es la níspola".
Aun así, dígalo mi padre o el diccionario, dudo que nadie en castellano acuda hoy a la palabra níspola para referirse a lo que todo el mundo llama níspero.
Me han devuelto a las memoria esta cuestión lingüística de recuerdo paterno los varios comentarios suscitados por una foto que subí a la red de puro contento de ver en los jardines de la ciudad la abundancia de nísperos cargados de fruto, visión que revive los días de la niñez cuando en la casa quinta de la abuela nos hartábamos de nísperos recogidos de los varios árboles que flanqueban el gallinero en ordenada línea demarcatoria de territorios. De un lado el gallinero; del otro el huerto con sus diferentes árboles frutales y su cercado de matas de membrillo, que separaba nuestro mundo de frutas y miel del otro, el de afuera y sus arenales y bosques de pinos y eucaliptus.
Eran los nísperos una fruta hermosa --como de oro viejo--, deliciosa y entretenida de comer, porque sus varias semillas desproporcionadas --bruñidos cuescos dignos de un collar o de un rosario portentoos-- servían, al lanzarlas con fuerza desde la boca, de estupendas y certeras municiones en las jugarretas del combate de árbol a árbol y de escondite a escondite entre las matas de hortensias en flor o tras las delicadas formas de los duraznos japoneses y los kakis.
No me sorprende oír de otros que también recuerdan la fruta de sus días de infancia. Los puedo ver comiéndolas golosamente y disparando sus cuescos en todas diracciones. Lo que me sorprende es comprobar que en esta ciudad prolífica en los decorativos árboles cargados de sus balas de oro nadie parece añadir al placer estético de la mirada el tal vez menos sutil placer del paladar. No puedo evitar la tentación de tomar de un árbol y otro uno que otro níspero maduro y al alcance de la mano.
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