Debo comenzar, obviamente, con mi abuela María de los Ángeles—a quien llamábamos abuela Angelina—y sus inigualables guisos de maíz, sus ricos tamales (que cuando no estaban rellenos de carne se llamaban tayuyos), sus jugosos bistecs al carbón, sus increíbles codornices o guineas en salsa de vino tinto (algo así como un coq au vin criollo), sus incomparables frijoles negros y sus deliciosas jaleas y mermeladas de guayaba, todo lo cual disfruté y la vi preparar entre 1948 y 1961. Papá y otros de sus hermanos le habían regalado a su madre, mi querida abuelita, una cocina (estufa) moderna de gas, con todos los implementos necesarios para cocinar banquetes. Y claro que lo hizo, en muchas reuniones familiares. Pero su corazón le decía (y ella lo repetía, como me dijo varias veces) que ningún plato sabía mejor que cuando ella lo preparaba en su fogón de leña. Ese artefacto había ocupado sitio de honor en su cocina (todavía tengo el recuerdo visual de la parrilla que ponía sobre las brasas para asar la carne cortada en bistecs o chuletas) desde que se mudaron, ella y sus dos sus hijos, tía María Luisa y tío Julio César, dichosos entre los diez hermanos y hermanas, a la casa de la calle Baire llamada Villa María. En el jardín frente a la casa había matas de azucenas que perfumaban el ambiente, pero otros aromas se respiraban en el patio posterior a los edificios (sí, aquella villa era una especie de pequeña mansión antigua, con aposentos para sirvientes, lavadero, almacén y hasta una caballeriza, que en vez de caballos albergaba algún automóvil, todo ello frente al patio donde abuela colocó su nunca olvidado fogón de leña). Y digo otros aromas, porque abuela Angelina se empeñó en seguir cocinando en las viejas hornillas crepitantes sus exquisiteces para Nochebuena, su cumpleaños, el Día de las Madres, y otras ocasiones especiales cuando se reunía la gran familia: una vez conté cincuenta y dos comensales sentados a las mesas en el amplio comedor, listos para disfrutar de la pantagruélica cena preparada por abuela…quien no toleraba ayuda alguna, excepto para servir y lavar los platos. Qué recuerdos esos de unos tiempos que ya hace tanto dejaron de ser reales. Pero la herencia culinaria de abuela Angelina se concentró en dos de sus hijas, Angélica (a quien le decíamos tía Cala) y Ofelia, las cuales se distinguieron entre otras mujeres de la familia por platos exquisitos como el postre llamado crema de la reina y el pavo asado relleno con jamón (que le hacía la competencia al lechón o “chancho” asado en Navidad), además de los bocadillos de queso crema con sidra achampañada que servían en las fiestas. Mi mamá se contagió bastante con las habilidades gastronómicas de mi abuela y tías y llegó a ser experta en platos como el filet mignon y el hígado a la italiana, y en postres como las naranjas rellenas con dulce de coco (servidas en su cáscara y con hojitas azucaradas). Su fama como cocinera culminó en un paté francés, que ocasionó comentarios elogiosos entre los invitados a mi fiesta de cumpleaños en 1956. Otros recuerdos inolvidables, por su sabor y por la nostalgia que provocan, fueron las ocasiones en que papá nos convidaba a restaurantes conocidos como Rancho Luna, en la carretera de La Habana a Wajay (sic), y el Río Cristal, centro campestre con piscina al que nos llevaba los domingos a nadar, comer y beber daiquirís helados (los adultos, claro). A mí me dejaban probar una bebida que servían al final, llamada “doncellita” y confeccionada con el licor de café y ron llamado Kahlúa y con crema de leche. Pero eso ya fue hacia 1955, cuando mis gustos de niña se iban convirtiendo en preferencias de adolescente. Antes y después de eso, los recuerdos culinarios me llevan a montar una bicicleta roja que me regalaron cuando cumplí quince años, y que me permitía pedalear casi 8 kilómetros hasta un restaurante llamado Andrónico, junto al río que desembocaba en la playa de Baracoa, para comprar los exquisitos camarones empanizados que servían allí, y llevarlos de vuelta a la casa donde pasábamos los veranos. Y me llevan asimismo esos recuerdos a los mesones del viejo Madrid, calle Ventura de la Vega en 1966, cuando durante unas largas vacaciones en España me paseé por fondas y mesones peninsulares y probé repetidamente las merluzas fritas y el vino tinto de aquellos lares, así como la fabada asturiana y la sidra natural (de manzanas, pero con contenido alcohólico) en Covadonga, allí mismo en una fonda al aire libre frente a la iglesia donde se honra a la virgen patrona de la región. De allí saltan las memorias al barrio parisino cerca del hotel George V (le 8me. arrondissement, les Champs Elisées) y los desayunos servidos en la cama por una graciosa camarera: nunca han sabido tan ricos los croissants, el café au lait y la confiture como en aquellos tiempos de los años setenta, con pareja y amigos que nos obsequiaban y que—gesto increíble—nos llevaron en su Peugeot desde París hasta la preciosa villa de Giverny, donde pudimos no solo ver los estanques con lirios acuáticos que habían inspirado a Claude Monet, sino que también pudimos disfrutar de un almuerzo de campaña en un restaurante en la ribera de un río de cuyo nombre quisiera acordarme: poisson fresco, pommes de terre y salat con aceite de oliva, vin de la maison, mousse au chocolat. Mi suegra Dolores (Loli), también en los setenta, era famosa por su arroz con pollo a la chorrera. Su secreto era la cerveza que añadía al caldo (además del vino seco o jerez que ya formaba parte del sofrito), y la que se mezclaba con el delicado sabor de los pimientos rojos asados, los espárragos blancos y los petit pois o guisantes con que culminaba aquella delicia. De ahí saltan los recuerdos a los años noventa: hubo una laguna en la memoria, causada quizás por la ausencia de platos memorables cuando yo misma tenía que preparar cenas y almuerzos y no había conquistado aún el arte de mis antepasadas y familiares. Memorable resultó entonces una pizza hecha en horno de leña en la villa de Frascati (nombre que siempre me trae a la mente las uvas que cantó Pablo Neruda), en una de las colinas que rodean a Roma, y un risotto con setas tipo porcini preparado especialmente por el chef para mi hija y para mí. Diez años después se repetiría el milagro italiano: en el restaurante Bartolotta de Las Vegas, el chef prepararía también para nosotras dos un plato especial, hecho junto a nuestra mesa, y envidiado por otros comensales que presenciaban el espectáculo: un branzino (llamémosle así a la lubina o corvina o sea bass) al gusto mediterráneo, acompañado por un vino también memorable. Esos recuerdos culminan con la experiencia, también de mi hija y mía, en el restaurante Santiago's Bodega de Cayo Hueso (Key West), en el cual se especializan en platos servidos como tapas españolas, y donde disfrutamos de unos incomparables filetes de res rellenos con salsa de queso roquefort, dátiles envueltos en tocino, y pudín de pan hecho con croissants y cubiertos con salsa de whisky bourbon acaramelada. Desde entonces, y esto lo he escrito antes y publicado también, vivo a la caza del perfecto pudín de pan*… que nunca ha resultado como aquel de la tarde soleada en los cayos de la Florida. Lo he buscado en New Orleans y en San Francisco y en otros sitios, pero milagro de milagros, lo he podido saborear de nuevo en mi casa, gracias a los empeños culinarios de mi pareja. Jerry, cuyo gusto también se inclina a las exquisiteces gastronómicas, ha podido recrear esa receta que recuerdo haber saboreado en tantos otros sitios ajenos (incluyendo una salsa de bourbon y mantequilla). Ojalá esos sabores y estos recuerdos perduren por mucho tiempo, para mí y para los que me rodean, y para los que leen estas páginas. *“Un pudín recuperado” http://gastronos.blogspot.com/ Enero 3, 2017. Y “In Search of the Perfect Bread Pudding”. https://cubacounterpoints.com/archives/5146 English version. March 7, 2017.
Saturday, June 20, 2020
"Las memorias culinarias que podría escribir (o más de medio siglo de sabrosos recuerdos)" de Eliana Rivero
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Linda y apetitosa crónica. Recordar es Volver a vivir, dijo alguien y así es. Yo También preparo un flan pudín delicioso a base de croissants pero lo baño con un almíbar acaramelada de cognac francés, me gustaria probar esa salsa de boubon y mantequilla.
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